Juana, la locura de la pasión

Quien la llame loca a la ligera, jamás ha amado tanto como para entenderla. Cuando la tercera hija de Isabel La Católica nació, tardó varios minutos en llorar. La vida sabría cobrarle con creces la demora.
Con apenas 16 años la infanta Juana de Aragón y Castilla, fue desposada con el Archiduque de Austria, un hombre cuyas gracias le habían valido, nada más y nada menos, que el apodo de Felipe El Hermoso.
Felipe era buen amante, casi la mitad de las mujeres de la corte podían asegurarlo. Le gustaba salir de caza, practicar el tiro al blanco y engañar a su mujer. Juana lo sabía pero jamás le interesó disimular, como se esperaba de una princesa. Ella lo amaba y le exigía fidelidad conyugal, incluso utilizando métodos escandalosos, como la vez que le cortó el cabello con sus propias manos a una cortesana que se mostraba excesivamente complaciente con el archiduque.
La fama de sus arrebatos de celos atravesó villas y reinos desde Flandes (Bélgica), hasta llegar a los oidos de su madre, la Reina Isabel, en Castilla, quien preocupada por el destino del reino ordenó incorporar a su testamento una cláusula en la que ordenaba que si su hija Juana, legítima heredera del trono, no podía asumir la administración del poder le fuera concedido nuevamente el mando al Rey Católico, Fernando de Aragón.
En un lapso de ocho años, Juana tuvo seis hijos. Es decir, pasó la mayor parte de su matrimonio embarazada. Vivió una obsesión abrumadora por los atributos de su esposo. Quería poseerle cada hora de cada día, no sólo ser su esposa sino también ser su mujer. Aspiración un tanto descabellada para la época. «No es amor, es ardor», llegó a exclamar a la vuelta de otro de sus ataques de celos. Empezaban a circular los rumores de que la princesa estaba loca.
Una noche de 1.500, Juana en avanzado estado de gestación de su segundo hijo, vigilaba las andanzas de su marido en un baile en el palacio de Gante. Tuvo que perderlo de vista unos minutos mientras se dirigía a los retretes para dar a luz a Carlos, a quien vería reinar como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico mientras ella se consumía en un encierro de 46 años en el Palacio de Tordesillas, siempre vestida de negro. ¿Cómo una hija de reyes, destinada a ser la soberana de buena parte de Europa y del Nuevo Mundo culmina sus días en cautiverio?
El pueblo siempre estuvo de su parte, pero los hombres de su vida no. El primero en intrigar en su contra para apresarla por «desequilibrio mental» fue Felipe. Acosado por los celos de Juana y ansioso por reinar en Castilla y Aragón, habia proclamado la incapacidad de su esposa ante las cortes y pedía el reconocimiento de su autoridad como rey. Sin embargo, la muerte le sorprendió mucho antes de ver a Juana encerrada. En 1.506 murió a causa de altas fiebres con apenas 28 años. Juana terminó de perder la razón, o quizá sólo mostró la desesperación propia de quien ha quedado viuda y embarazada de su última hija.
Esta niña vendría al mundo en circunstancias casi tan extraordinarias como las que rodearon el nacimiento de su hermano Carlos. Huérfana de padre antes de nacer, Catalina vino al mundo en Torquemada casi al lado de la urna de su padre. La reina había ordenado el traslado del féretro de Felipe desde Burgos hasta Granada con ella a la cabeza de la procesión fúnebre. En los pueblos, los castellanos veían pasar la marcha de una reina embarazada que no se despegaba de la urna de su esposo.
Luego del nacimiento de Catalina, el padre de Juana dijo «hasta aquí» y ordenó para ella un destino similar al que había tenido su abuela, la madre de Isabel La Católica: la encerró en el Castillo de Tordesillas donde esperó a la muerte que la conduciría de nuevo hacia su amado.
Nunca le quitaron el título de Reina, pero su padre jamás la visitó y su hijo Carlos renegaba de ella.
Sería lógico pensar que algunas noches de su largo cautiverio, Juana recordara la primera vez que vio a Felipe. La atracción entre ambos fue instantánea y hubo que adelantar la boda para apurar la consumación. Ambos ardían, como fuegos distantes que se reconocen enseguida como iguales. Quizá nunca se trató de locura, quizá sólo se trataba de hoguera, de arrebato, de pasión. ¿De qué otra forma podríamos definir el amor? Al menos el amor que vale todas las penas.