Cristóbal Colón, el extranjero

Cristóbal Colón murió creyendo que había llegado a Asia y que en el interior de Las Indias se hallaba el Gran Khan, emperador de China de quien había oído hablar en los relatos de Marco Polo.
Desde muy niño se dejó conquistar por el mar y las historias de aventuras hasta hacerse navegante. Se dice que nació en Génova, pero los franceses, los gallegos y los catalanes también se disputan su nacionalidad. Quizá de este origen confuso provenga su habilidad para los idiomas y la propensión a no quedarse quieto en ningún puerto. Inglaterra, Irlanda, Islandia, Portugal, África y Canarias lo vieron convertirse desde grumete hasta almirante.
La misma curiosidad la aplicaba para sus conocimientos de navío. Era autodidacta, curioso y obsesivo. Sus lecturas lo habían convencido de dos cosas: de la unicidad del océano que permitiría atravesarlo rumbo a Occidente y de la esfericidad de la tierra. Sin embargo, a pesar de sus estudios, Colón no podía tener la certeza de que al final del horizonte no estuviera el abismo. Aún así se dirigió hacia allá. En ese empeño casi suicida residió su grandeza.
Se presume móvil esencial para realizar la expedición hacia Las Indias era el deseo de hacerse rico. Son múltiples las menciones al oro que se encontraría en aquellas tierras descubiertas. Sin embargo, ese empeño por hacer económicamente apetecibles las tierras conquistadas pudo estar movido por el temor de que los reyes católicos menospreciaran la empresa que les habían encomendado.
En sus diarios son más numerosas las descripciones naturales de la travesía. No hay un día sin anotaciones referentes a las estrellas, los vientos el mar, el relieve de la costa, el clima, eso le ganó grandes habilidades como navegante, pero también un profundo desprecio por el conocimiento antropológico del “otro”, el ser distinto a sí mismo a cuyo encuentro histórico acudió casi por casualidad.
Un error de cálculo, eso fue América en el viaje de Colón. El astrónomo árabe Alfragano había deducido con bastante precisión las dimensiones de la circunferencia de la tierra en millas árabes, pero éstas fueron leídas por el almirante en millas italianas. De esta forma, el mundo le pareció más pequeño de lo que era en realidad, es decir, al alcance de sus posibilidades.
Aunque probablemente si hubiera acertado en la cuenta tampoco hubiera desistido de su propósito. Tenaz, obcecado, insistente, fue rechazado previamente por los reinos de Inglaterra y Portugal. Calificado de loco, obtuvo la audiencia con los reyes católicos casi por milagro, aunque la verdad, fue su astucia la que lo llevó hasta el confesionario del sacerdote de cabecera de Isabel La Católica quien medió para que el encuentro ocurriese.
Su religiosidad, arcaica incluso para la época, lo definía. Nunca viajaba en domingo y casi todo lo atribuía a una intervención celestial, desde el movimiento de las olas hasta el encallamiento de su carabela Santa María justo en la nochebuena de 1492 en su primer viaje al nuevo mundo. Colón creía en el proyecto medieval de las cruzadas, lo que ha llevado a algunos a autores a afirmar que el hombre que abrió para el mundo las puertas de la modernidad se quedó detrás de ellas.
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En su Libro de las profecías (1501) queda claro que no sólo comulgaba con el cristianismo, también creía en cíclopes, sirenas y hombres con cola, convirtiendo sus Diarios en un probable antecedente del realismo mágico latinoamericano. Leer a Toscanelli y las predicciones de Esdras influyeron profundamente en su carácter alucinado, pero fue el Imago Mundi de Pedro de Ailly el texto que lo convenció de haber llegado al Paraiso Terrenal apenas pisó América.
“Quiero ver y descubrir más de lo que pudiere”, escribió. Nunca se quedaba demasiado tiempo explorando tierras adentro. Su pasión era navegar, ver tierras nuevas y bautizar lo desconocido. Había establecido un método jerárquico para apodar descubrimientos, primero Dios, seguido de la virgen María, el rey Fernando, la reina Isabel y la princesa heredera Juana, habiendo agotado el recurso acudió a su ingenio apoyándose en una observación cuidadosa de la naturaleza.
Un hombre obsesionado con la nomenclatura de todas las cosas no pudo sino tener un nombre acorde con la actividad que ejecutaba: Cristóbal, que significa “traedor o llevador de Cristo” y Colón que quiere decir “poblador de nuevo”, mote que escogió para sí mismo aunque su verdadero apellido fuera Colombo.
A pesar de que en su último viaje decidiera cambiar la pose inicial de sorpresa agradable ante los pobladores por acciones represivas y crueles en su contra -siendo su idea viajar con criminales voluntarios y empezar a traficar con esclavos-, Colón era un viajero, un explorador, no un conquistador.
“Hasta el soplo del viento de este lugar es muy amoroso”, escribió. De haber demostrado la misma admiración por los seres humanos que habitaban aquellos lugares la historia del nuevo continente habría sido distinta. Pero a Colón no le gustaban las personas. No era animadversión propiamente dicha, era más bien indiferencia. Sus diarios, repletos de detalles sobre las gamas de verdes descubiertas y pormenores de los árboles con sus frutos, apenas tuvo para los habitantes de aquellas tierras una primera frase reveladora: “luego vinieron gentes desnudas”.
Nunca logró comunicarse efectivamente con los habitantes de estas tierras lo cual reforzó su convicción de que el mundo era sólo uno: el que se parecía a él, todo lo demás era distinto. Fue este rasgo y no las dudas sobre su procedencia lo que lo convirtió en un extranjero en cada lugar que pisó.