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Juana La Beltraneja, hija de la duda

Las dudas sobre su procedencia determinaron todos los hechos su vida. A los doce años hubo de casarse con su tío de 43. Perdió la guerra. Vio reinar a sus enemigos. Los vio morir. Aunque se hizo monja, hasta el último de sus días firmó como “Yo, la reina”, como quien pretende fundar una realidad que siempre le fue negada. Como si el destino hubiera sido justo con ella alguna vez.

En la Castilla del siglo XV, cuando Juana nació, la diferencia entre ser y parecer podía traer graves consecuencias. Su padre, el rey Enrique IV había deseado durante tanto tiempo un heredero, que apenas su esposa Juana de Portugal dio a luz, convocó a todos los nobles de la corte para que juraran lealtad a la pequeña princesa a quien llamaron como su mamá. Habían pasado siete largos años desde el matrimonio.

Ese mismo día, después de inclinar la cabeza ante su rey y reconocer a la princesa como heredera al trono, Juan Pacheco, marqués de Villena, echó a rodar los rumores de que Juanita no era hija del rey. Curioso. En tiempo de caballeros, la lealtad era un asunto de conveniencia.

Con casi 36 años, en un siglo donde la mayoría de edad se declaraba a los 14, Enrique no había tenido hijos con su primera esposa ni con sus múltiples amantes. Se le acusaba de “imposibilitado”, un eufemismo para “estéril”,

En Castilla circulaban dos versiones: que la reina se había sometido a un procedimiento de inseminación con una cánula de oro o que se había sometido a un procedimiento con otro hombre, nada más y nada menos que con Beltrán de La Cueva, mano derecha del rey. De esta forma se grabó en la frente de la bebita el mote que la signó de por vida: Juana La Beltraneja.

Si a Cristo lo negaron tres veces, a Juana la negaron dos. Su padre cedió los derechos de sucesión, es decir la herencia, primero a su medio hermano Alfonso y luego a su media hermana Isabel, nuestra Isabel, quien -para colmo- era la madrina de bautizo de la princesa acusada de ilegítima.

Ilustración de María Raquel Ferrer

Ilustración de María Raquel Ferrer

Entre cesión y cesión, los reyes tuvieron que jurar ante el representante de Dios en la tierra que Juana era su hija. Nadie les creyó. Esa misma iglesia les había otorgado una bula papal, especie de salvoconducto para poder casarse porque eran primos, que desapareció de los registros, por lo que el matrimonio podía ser declarado nulo complicando los derechos de La Beltraneja ya no sólo en el terreno de la opinión pública sino también en el legal.

El otro documento que se desvaneció de la historia fue el testamento de Enrique. Hay quienes aseguran que, de hecho, nunca existió. Este sería el último desplante que le haría a su amada hija. Isabel La Católica se declaraba reina con 23 años, y los nobles partidarios de Juanita hacían lo propio con la niña de 12 años.

Para ese momento, Isabel ya estaba casada con Fernando de Aragón y el poderío militar de ambos lucía imbatible.  Entonces el tío de Juana, el rey Alfonso V de Portugal, cruzó la frontera con 1.600 peones y 5.000 caballos, desposó a su sobrina, se proclamó rey de Castilla y declaró la guerra, sin esperar siquiera la dispensa papal que autorizara el matrimonio entre una niña y el hermano de su mamá.

El rey de Portugal, amante de la guerra y conocido como el africano por sus conquistas en el norte del continente negro, no pudo derrotar a los 80 mil jinetes y 30 mil peones del ejército de Fernando e Isabel, los católicos. Era la tercera vez que la reina católica lo vencía, antes había rechazado dos negociaciones de matrimonio con él.

Luego de la batalla de Toro, Juana, perdedora, deslegitimada hasta por la vía de las armas y con un matrimonio nunca refrendado por la iglesia, tal como le había ocurrido a su madre, se va a Portugal a internarse en el monasterio de Santa Clara en Coimbra.

Antes de hacerlo, los reyes católicos le ofrecieron en el tratado de Alcaçovas que desposara a su hijo de un año el infante Juan quien, a la postre, también era su primo y al cumplir una edad adecuada podría decidir si aceptaba o no a su prometida. De esta forma aseguraban el sometimiento de “la otra reina”. Juana, evidentemente, escogió los votos.

También se cuenta que, a la muerte de Isabel, Fernando El Católico quiso desposarla para restituir sus derechos como heredera de la corona y volver a reinar en Castilla como su consorte, pero “Juana La Beltraneja de Castilla” no iba a sonar muy bien. 68 largos años vivió la “excelente Senhora” como se le conocía en los alrededores del convento. Demasiado tiempo como para no preguntarse alguna vez: “¿seré yo hija de mi padre?”

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