Juan II, el padre hechizado

Durante nueve días estuvo expuesta la cabeza de Don Álvaro de Luna en la plaza pública de Valladolid, luego de ser decapitado por órdenes del rey Juan II de Castilla. El mismo rey al que había cuidado, bañado, vestido y alimentado durante más de cuarenta años, al que había rescatado de dos secuestros, con quién dormía algunas noches sin luna.
Ese rey que le dio muerte a su más fiel servidor, fue el padre de Isabel La Católica, nuestra Isabel.
Más que por crueldad, la sentencia contra de Luna fue producto de la desesperación de un rey sitiado por el poder de la nobleza, las confabulaciones de su segunda esposa Isabel de Portugal y su falta de carácter.
Dicen sus cronistas que tuvo que ser rey a pesar de estar siempre más inclinado a actividades recreativas como tertulias, conciertos o recitales de poesía. También le gustaba ir de caza y disfrutar de los placeres.
Al final de su vida declaró “naciera yo hijo de un labrador para ser fraile del Abrojo y no rey de Castilla”. Pero los hijos de reyes no tienen otra opción.
Cuando tenía un año, su padre Enrique III falleció. Cuando cumplió tres fue puesto al cuidado del paje Álvaro de Luna, quien por entonces tenía 18 años. Fue él quien le enseñó todo lo que un hombre debía saber y fue sobre él donde se posaron los ojos suspicaces de la nobleza. No les gustaba su cercanía con el joven rey, pero mucho menos la injerencia que tenía en los asuntos del Estado. Entonces lo acusaron de hechicero.
Pero no había necesidad de amañar la voluntad del rey con algún artilugio mágico, Juan II era bastante servil por sus propios medios. De carácter débil, no pocos biógrafos lo acusaron de ser una figura decorativa. Un rey de ajedrez. “Negligente en lo concerniente a la administración del Estado y de condición inestable y ligera”[1] Esto fue lo que le heredó a su hijo Enrique IV.
También era religioso, muy católico. Le gustaban la literatura, la poesía y la historia. Hablaba latín, admiraba a los sabios. Durante su reinado florecieron las bellas artes y se edificaron las primeras instituciones, bases de un estado moderno. No en vano la historia asegura que esta familia impulsó al reino a salir de la última etapa de la Edad Media y entrar en la moderna. Esto fue lo que heredó a su hija Isabel.
Tuvo dos matrimonios. El primero a los trece años con su prima hermana María de Aragón del cual sólo sobrevivió su hijo Enrique IV. Las tres infantas restantes murieron antes de cumplir los dos años. A la muerte de la reina, presuntamente envenenada por Álvaro de Luna, se casó con Isabel de Portugal, 31 años más joven que él. Ella también lo hechizó convenciéndolo de matar a Don Álvaro. Tuvieron dos hijos, Isabel y Alfonso.
La precocidad no era un escándalo en la Castilla del siglo XV. Juan II fue obligado a crecer de golpe. A los 12 años se le declaraba mayor de edad, a los 14 era coronado como rey. A los 48, ya desembarazado de la tutela de Don Álvaro, finalmente se dedicó a disfrutar de los excesos. El padre de quién sería la Reina Católica cayó preso de la lujuria y la gula, pero también de la depresión.
No superaba haber condenado al cadalso a su hombre de confianza. Había sido difícil desterrarlo un par de veces durante su reinado -a causa de su debilidad ante las presiones de los nobles- pero firmar la sentencia de muerte había sido demasiado para su espíritu frágil.
Meses después de que su adorado valido perdiera, literalmente, la cabeza, murió atormentado por la culpa, pero también por la preocupación de dejar en el trono a su hijo mayor Enrique IV, tan endeble de carácter como él. No en vano se dijo en Castilla, cuando a Enrique le tocó gobernar, “de tal palo, tal astilla”.
[1] Modesto Lafuente, Historia de España. Tomo V.