Isabel, la que ganó

Hacía un lindo día para la guerra en el Reino de Granada, cuando el ejército del Rey Fernando de Aragón pasaba las de Caín para entrar a la ciudad de Baza. Los pobladores resistían con firmeza mientras las tropas cristianas comenzaban a desmoralizarse. Entonces Fernando hizo lo que desde tiempos inmemoriales han hecho todos los hombres del mundo: acudió a su mujer.
Para ese momento, la Reina Isabel de Castilla ya había labrado su propio camino hacia la corona con astucia y estrategia. El episodio de su matrimonio secreto con Fernando podría ocupar un capítulo entero en los libros de táctica militar. Aguda, discreta e ingeniosa, así se presentó Isabel en el campo de batalla, levantando de inmediato la moral de las tropas e iniciando la rendición de Baza ante su valentía.
Gracias a la conquista de Granada y otros méritos ante los ojos de la iglesia como la expulsión de los judíos y la cruzada contra los musulmanes, Isabel y Fernando recibieron del papa Inocencio VIII el título de Reyes Católicos que los inscribiría en la historia.
A pesar de ser hija del segundo matrimonio del Rey Juan II de Castilla con Isabel de Portugal, Isabel La Católica no tenía línea directa para ascender al trono. Para empezar, era mujer. Su hermano Alfonso, dos años menor que ella, tenía más probabilidades. Pero el obstáculo más grande se llamaba Enrique IV, su hermano mayor quien ya ostentaba la corona y era hijo del primer matrimonio de su padre con María de Aragón.
En aquella época los matrimonios reales se consumaban en público, por lo que Enrique había ganado su fama de impotente a fuerza de fracasos en el lecho. Por eso, cuando su esposa Juana de Portugal dio a luz a una niña, se sospechó de la “intervención oportuna” de un hombre llamado Beltrán de la Cueva, íntimo del Rey. La recién nacida fue apodada “Juana La Beltraneja”, pesando sobre ella un viso de ilegitimidad que la acompañaría hasta su enfrentamiento por la sucesión con su tía Isabel, nuestra Isabel.
En medio de las intrigas contra Enrique se produce un evento llamado “Farsa de Ávila” en el que Alfonso, el hermano menor de Isabel, resulta proclamado Rey. Poco después moriría envenenado o “a causa de la peste”, como señalan las versiones menos maliciosas. Eran tiempos duros para ser de la realeza. De esta forma, Isabel asciende un escalón importante en su camino a la corona, pero aún le faltaba escapar de seis odiosos pretendientes y ganar una guerra civil.
La primera vez que la quisieron casar contra su voluntad fue con el cuñado de Enrique, el rey Alfonso V de Portugal. Un hombre 19 años mayor que ella que gustaba de conquistar reinos en el norte de África y de traficar con esclavos. Cuando se trasladó hasta Castilla para negociar la mano de Isabel, ella le dijo en su cara que sentía mucha pena que lo hubieran hecho venir desde tan lejos, que muchas gracias, pero que ella no iba a casarse con él.
Esta no fue la única vergüenza para el rey de Portugal, Isabel también rechazó como esposo al hijo de éste, el infante Juan. En su lista de negociaciones matrimoniales deshechas figuran el Duque de Guyena, hermano del rey Luis XI de Francia; el duque Ricardo de Gloucester, hermano del Rey Eduardo IV de Inglaterra; Carlos de Viana, hermano mayor de quien sí se convertiría en su esposo, Fernando de Aragón; pero el peor de todos fue Pedro Girón. Se dice que Isabel rezó tanto para no tener que casarse con Girón, esa joya de la nobleza castellana que asesinaba y violaba mujeres a mansalva, que éste murió a causa de un absceso en la garganta la noche antes de la boda.
Superado el capítulo de los pretendientes, como una muestra de que la historia es cíclica, Isabel contrajo matrimonio con su primo Fernando de Aragón, a quien había sido prometida por su padre cuando apenas tenía tres años. Eran contemporáneos, Fernando tenía habilidades para la guerra y una fertilidad más que probada por tener un hijo con una cortesana. Pero lo más importante era que su unión con él no la alejaría de Castilla como ocurriría si desposaba a cualquiera de los otros. Ésta era la verdadera intención de su hermanastro Enrique al pretender casarla con extranjeros: sacarla del reino. Sabía que la alianza de los reinos de Aragón y Castilla a través de Fernando e Isabel, ponía en riesgo la sucesión de su hija Juana La Beltraneja
Quienes crean que casarse es una empresa difícil, deben conocer la historia de esta boda. Por aquellos días, el rey redobló la seguridad de las fronteras prohibiendo el paso de cualquier comitiva proveniente de Aragón. Fernando, que no era hombre de pedir permisos, se disfrazó de mozo y entró a Castilla guiando una carreta de carga con dos mulas, llegando a Valladolid para desposar a una mujer a la que nunca había visto en su vida.
Isabel también se las había visto feas para escapar de la vigilancia de los nobles. Este matrimonio se efectuaba sin la venia del rey, e incluso, sin la aprobación de la iglesia. Ambos eran primos, cosa que en aquella época no era tan grave como casarse sin permiso del Santo Padre. En otra vuelta de tuerca de la historia, en la que a veces el fin justifica los medios, Fernando e Isabel se casaron con una bula papal falsificada por la que fueron excomulgados. La cosa no empezaba bien, pero no terminaría tan mal.
Durante el reinado de los Reyes Católicos, Castilla inició el tránsito del Renacimiento hacia la Edad Moderna. Ambos tuvieron cinco hijos, un nieto emperador, un reino en Granada reconquistado a los moros y un Nuevo Mundo, que no es poca cosa.
Isabel será recordada para siempre como la única reina de Europa que tomó en serio a aquel genovés alucinado llamado Cristóbal Colón, quien la convenció de que más allá del horizonte no existía un acantilado que llevaba al infierno sino unas tierras llamadas Las Indias que podían significar una nueva oportunidad de negocio para la Corona.
Las cosas siguieron como ya conocemos. Colón pudo haber pasado a la historia como un vendedor de humo, pero una vuelta afortunada de timón lo trajo hasta América, convirtiendo a Isabel La Católica en reina y señora de más de la mitad del mundo que entonces se conocía. Menudo destino para una mujer que a los 23 años, tras la muerte de su hermano Enrique, tuvo que autoproclamarse reina y pelear sus derechos de sucesión de la única manera que conocía para hacerlo: con sangre.
Isabel y Fernando versus Juana La Beltraneja y su esposo-tío el rey Alfonso V de Portugal, el africano, desataron una guerra civil que terminó inclinando la balanza a favor de los reyes católicos quienes tenían una mayoría militar indiscutible.
Como esposos fueron inseparables. Fernando tenía hijos fuera del matrimonio pero Isabel podía vivir con eso porque era reina y tenía asuntos más urgentes que resolver. Sin embargo, sus escenas de celos pasaron a la posteridad y reencarnaron con fuerza en la persona de su tercera hija, Juana La Loca.
Cuando Fernando partía a la guerra le dejaba una lista de hijos ilegítimos por quienes velar. Ella se aseguró de que nunca les faltara nada. Sólo por eso merecería la canonización que algunos están promoviendo, pero los desmanes contra los judíos y musulmanes junto a la creación de la Santa Inquisición para perseguir a los “infieles”, es demasiado contundente como para ser considerada una santa.
Como suele ocurrir en las familias grandes, sus hijos dilapidaron su herencia. La infanta Isabel y Juan, los primeros, murieron jóvenes, y Juana, la tercera, estaba más interesaba en conservar el amor de su esposo Felipe de Austria que en ser Reina de Castilla. María llegó a ser reina de Portugal y Catalina, reina de Inglaterra y madre de María Tudor. Años después Carlos I, hijo de Juana La Loca, llegaría a ser Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, pero los problemas de cuatro reinos fue demasiado para él.
Isabel no vivió para conocer a toda su descendencia A los 53 años, enferma y preocupada, murió de hidropesía, una especie de tumor en el útero, dejando a Fernando la regencia de Castilla en el caso de que su hija Juana, por las razones que todos sabían, no pudiera asumir.
Su última voluntad no podía ser sino descansar en Granada, el reino que le llevó más de diez años conquistar acompañando a Fernando en todas las campañas. En su testamento pidió un sepulcro bajo, sin ornamentas, sólo con las letras de su nombre en él. El traslado del cuerpo de la reina desde Medina del Campo, donde falleció, hasta la Capilla Real de Granada, duró 23 días. Ni en uno solo de ellos paró de llover.