Isabel de Portugal, la madre culpable

Cuando en el año 2006 la Junta de Castilla y León decidió hacer el estudio antropológico de los restos del rey Juan II y su esposa Isabel de Portugal, los científicos se llevaron una sorpresa. Al abrir el sepulcro de alabastro ubicado en la nave central de la Iglesia Cartuya de Miraflores, el esqueleto del rey permanecía casi intacto mientras que de Isabel quedaban apenas unos pocos huesos. En el caso de la Reina Consorte de Castilla, madre de Isabel La Católica, la expresión carcomida por la culpa adquiere otras dimensiones.
Había nacido en 1428 y era 31 años más joven que su esposo, un rey viudo de 46 años con un hijo huérfano, Enrique. Su beldad hizo cantar a los poetas del reino comparándola con la morada donde habitaban todas las bellezas del mundo. El Marqués de Santillana no dejó de señalarla como digna de ser coronada y reina muy poderosa.
Como consorte, su poder residía en los dominios que ejercía sobre el rey, pero también en la violencia de sus acciones. Encerrar en un baúl a una de las damas de la corte a causa de celos infundados o participar de una intriga que derivó en la decapitación de Álvaro de Luna, mano derecha del Rey, eran cosas propias de Isabel de Portugal. La locura también.
Cuando Don Álvaro de Luna viajó hasta Portugal para buscar a la infanta que desposaría al recién enviudado Juan II de Castilla, no se imaginaba que aquella quinceañera sería su perdición. Hasta entonces, el condestable ejercía sobre el rey una influencia indiscutible. Había cuidado de él desde que tenía tres años y le era imprescindible tanto para la toma de decisiones como para la asistencia en su higiene personal. Nadie más podía bañarlo, vestirlo o, incluso, decidir si pasaba la noche con su nueva esposa.
A Isabel, nieta de reyes, se le atravesaron los apellidos con el linaje y comenzó a fraguar junto con los nobles de la corte la red de intrigas que acabó con Don Álvaro. Se le acusó de usurpar el poder del rey y murió ejecutado a manos del verdugo en un cadalso público erigido en el corazón de la villa de Valladolid.
Para mayor satisfacción de la reina, la orden de ejecución había sido firmada por su esposo, quien entonces hacía cualquier cosa por ella, su “muy amada mujer”. Estaba hechizado por su belleza, su juventud y su fertilidad. En el ocaso de su vida lo había hecho padre de una hermosa niña a quien también bautizaron Isabel, nuestra Isabel, y venía en camino un niño varón a quien llamarían Alfonso.
La caída del condestable dejó el camino libre a la reina para ejercer sus dominios en toda Castilla. Pero al poco tiempo, Juan II, de temperamento frágil, dio muestras de decaimiento y enfermedad. No superaba la culpa por la muerte de Don Álvaro y le afectaban profundamente los rumores de la corte sobre la impotencia de su primer hijo Enrique. Tras su fallecimiento, su esposa Isabel enloqueció.
Quizá sólo fuera tristeza, pero Enrique, ahora rey, confinó a su madrastra y a sus hermanos pequeños a una villa en Arévalo donde vivieron en condiciones precarias para la naturaleza de su ascendencia. Allí, la viuda sobrevivió a su difunto esposo durante 42 largos años de luto cerrado. Asida perpetua a un rosario, se refugió en la religión católica y la inculcó a sus hijos con devoción.
Alegando enajenación mental, Enrique la separó de sus pequeños, trasladando a Isabel (10) y Alfonso (8) a las fauces de la corte real. A su partida, la reina madre les advirtió de los peligros de aquel lugar que conocía tan bien. Fue en vano. A los doce años, luego de ser coronado rey, Alfonso moría envenenado. La noticia empeoró la cordura de su madre. La villa de Arévalo era entonces un castillo lúgubre asediado por los fantasmas del pasado.
Algunas noches, desde el río Adaja que lo circundaba, se podía escuchar a la reina gritar contra el silencio ¡Don Álvaro! ¡Don Álvaro! sin obtener respuesta, inaugurando así una larga descendencia de mujeres aguerridas, apasionadas y locas.