Isabel Reina de Portugal, la primogénita

Para Isabel La Católica 1498 fue un año difícil. El año anterior había muerto su hijo Juan, heredero de la corona y ahora moría su primogénita Isabel mientras daba a luz al primer nieto de la Reina, el pequeño Miguel que tampoco sobreviviría más de dos años. Sólo golpes duros para nuestra Isabel.
Había criado a sus hijas para ser reinas, de Castilla o de otras latitudes, por eso implementó una política de matrimonios estratégica para la corona. A su primera hija, Isabel de Aragón, la desposó a los 20 años con el heredero de la corona de Portugal, un quinceañero llamado Afonso.
Cuentan las crónicas que a pesar de haber sido un matrimonio convenido y de la diferencia de edad, los esposos adolescentes se amaron intensamente pero por muy poco tiempo. Al año siguiente Afonso murió al caerse de un caballo dejando a la princesa viuda y entristecida.
Desde entonces, el carácter de Isabel, la primogénita, se tornó taciturno. Para honrar el luto se cortó su larga cabellera rubia, se enfundó en una túnica negra y en un tupido velo que usaba diariamente en sus rezos más fervorosos. Rogó a sus padres que le permitieran ser monja pero los reyes tenían planes más estratégicos para la corona y por lo tanto, para su hija: la desposaron con Manuel I de Portugal, apodado El Afortunado.
Un año después, Isabel de Aragón moría -presumiblemente de tristeza- sin dejar descendencia alguna. Tenía 28 años. Su esposo, El Afortunado, se casó al año siguiente con su cuñada María de Aragón, cuarta hija de los Reyes Católicos. Todo quedaba en familia.
La vida breve de Isabel de Aragón y la repentina muerte de su hermano Juan dejó al frente de la línea de sucesión a Juana quien por aquella época ya daba muestras de desquilibrio mental. Esto atormentaba profundamente a nuestra reina.
Suele confundirse a Isabel de Aragón con Isabel de Navarra, la famosa cortesana que inspiró la Mona Lisa de Da Vinci. Nada más lejos de la realidad. La primogénita de nuestra reina amó tanto a su primer esposo, que su repentina viudez le impedía, ni siquiera, dibujar media sonrisa.