Enrique IV, el que no pudo

A pesar de ser Príncipe de Asturias desde los tres meses de edad y Rey de Castilla luego de la muerte de su padre Juan II, Enrique IV no logró gobernar nada, ni a su pueblo, ni a sus mujeres, ni a su cuerpo. Prefería la negociación al uso de la fuerza pero tampoco sabía negociar. Su primera esposa pidió la nulidad del matrimonio, la segunda quedó embarazada de otro hombre. Pobre Enrique.
Venir al mundo en medio de una hemorragia que casi le cuesta la vida a su madre, María de Aragón, no podía ser un buen presagio. Aun así, los astrólogos aduladores de la corte le auguraron un destino afortunado. Lo que no vieron los intérpretes de las estrellas era que Enrique tendría que enfrentarse contra dos rivales imbatibles: una nobleza que comenzaba a acumular poder político a partir del económico y él mismo.
La primera de sus batallas perdidas ocurrió a los quince años cuando recién se estrenaba como esposo de su prima Blanca de Navarra. Lo que no pasó la noche de bodas dejó el lecho nupcial tan incólume como el nombre de la novia. A la mañana siguiente comenzaron los rumores que lo acompañarían el resto de su vida y de su muerte. Aún se le recuerda con el triste epíteto de Enrique El Impotente. Su nombre todavía aparece en tratados sobre la historia de la urología.
Corría el siglo XV, los matrimonios eran por conveniencia, los reyes siempre tenían la razón, las sábanas de la primera noche juntos eran expuestas en público para probar la virtud de la doncella y las matronas casadas “certificaban” la consumación del hecho. De Blanca dijeron: “está tan incorrupta como nació”.
El escándalo llegó como la lluvia a las tres de la tarde. Los partidarios de Enrique juraban que había sido víctima de un maleficio contra su hombría.
Él la acusaba de bruja, ella de que no cumplía sus deberes matrimoniales, nada distinto a un divorcio común.
Tres años después, virgen y divorciada, Blanca era devuelta hacia Navarra donde fue repudiada por su familia hasta su muerte. Le dejó toda su herencia a su ex esposo, Enrique IV. ¿Quién entiende a las mujeres?
El temor de correr la misma suerte llevó a Juana de Portugal, la segunda esposa de Enrique, quien también era su prima, a intentarlo todo para quedar embarazada. Necesitaban un heredero que asegurara las coronas en sus cabezas, especialmente tras las últimas actuaciones de los nobles, liderados por Juan Pacheco y su hermano Pedro Girón, que avanzaban en sus intentos por dominar los destinos de Castilla.
Cuentan las malas lenguas que los reyes llegaron a probar una cánula de oro para efectuar un proceso parecido a la inseminación artificial que conocemos hoy en día para concebir a su primera hija. Las peores lenguas tienen otra versión.
Beltrán de La Cueva era la mano derecha del rey. Había ascendido rápidamente en la corte gracias a sus excelentes relaciones con el monarca. De mayordomo pasó a ser valido desplazando en el puesto a Juan Pacheco, quien comenzó a alimentar el rumor de que la primogénita del rey era en realidad hija de Beltrán, bautizándola con el mote que la acompañaría para siempre: Juana La Beltraneja.
Las dudas sobre su virilidad y paternidad incluso parecían poco ante las acusaciones de los nobles sobre sus incapacidades para gobernar. No tenía don de mando. Lo señalaban de permisivo con los judíos y de adoptar conductas musulmanas en lugar de declararles la guerra a los moros. Su amplitud de pensamiento les ofendía pero no tanto como su insistencia de mantener a Beltrán de La Cueva en la corte.
Una orden firme contra los intrigantes habría evitado lo que sucedió a continuación, pero Enrique era débil en demasiados aspectos. Juan Pacheco logró que la ilegitimidad que pesaba sobre la princesa Juana fuera suficiente para sacarla de la línea de sucesión dejando el camino libre para Alfonso, el inocente hermanastro menor de Enrique de apenas 11 años, fácilmente manipulable por Pacheco.
En una pantomima de la historia, los nobles reunidos en Ávila frente a una multitud vistieron a un monigote con los atuendos del rey, lo sentaron en un trono y luego lo bajaron de allí a patadas despojándolo de la corona. Desconocieron públicamente el poder de Enrique y proclamaron a su hermano pre púber como Rey de Castilla. Esta escena fue la Farsa de Ávila, lo que vino después fue la guerra.
Castilla se dividió en dos bandos: el de los nobles con Alfonso, el rey adolescente, y el de los fieles a Enrique, el rey que no podía –casi por naturaleza- ganar nada. Como parte de las capitulaciones de guerra la reina consorte Juana de Portugal fue enviada a una villa fuera de la corte donde quedó embarazada -¿otra vez?- de un hombre que no era el rey.
La trágica muerte de Alfonso apaciguó las aguas e Isabel, nuestra Isabel, pactó con Enrique en Guisando un acuerdo de paz que la ponía a encabezar la línea de sucesión a cambio de que fuera él, su hermanastro, quien negociara su matrimonio. A partir de ese momento Enrique reinó, pero Isabel tejía fino los hilos del poder. Las teorías más conspirativas aseguran que murió envenenado, causa tan común en la corte que casi equivalía a la muerte natural.
Quizá su única y más grande fortuna haya sido vivir, que no es poca cosa. De los cuatro hijos que María de Aragón tuvo con su primo hermano Juan II, Enrique fue el único que sobrevivió. Catalina, Leonor y María no llegaron a cumplir los dos años de edad.
Lo que pocos saben es que Enrique sufrió toda su vida de acromegalia, una malformación genética que le produjo un desarrollo extraordinario de las extremidades, excepto de la más importante.
Puede que sus pesares ni siquiera hayan sido su culpa. Después de todo, el matrimonio entre miembros de una misma familia nunca ha sido una buena idea.